Anoche comí tanta ensalada que creo haber batido un récord. Y no es que nadie pueda acusarme de ser vegetariano, no, que ya he dejado claro en otras entradas de este diario que mis amigos me conocen por “el grasas”...
Algo está pasando. He descabezado una siesta esperando engañar al estómago, y al abrir los ojos han desaparecido la mayoría de los colores. Es difícil de explicar, pero todo tiene un tono verdoso. Recuerdo que la pared estaba pintada de amarillo, y ahora es verde fosforito. También juraría que el tapizado del sofá era rojo y no morado verdoso. ¿Y desde cuando la moqueta imita al césped?
(Reflexión secundaria, ¿si la moqueta imita al césped, será comestible? Aún me queda sal, aceite y vinagre…).
Me he frotado los ojos repetidas veces para despejar la neblina. Por dar una impresión aproximada, es como si llevase puestas unas gafas con filtro verde extremadamente sucias. Sólo que no llevo gafas y no tengo ni idea de donde dejé las lentillas. Sospecho que cayeron en la ensalada y serán excretadas uno de estos días.
También me cuesta cada vez más teclear en este viejo cacharro. Tengo la desagradable sensación de que mis dedos se están uniendo. Como cuando los metes en mermelada porque no encuentras una cucharilla limpia y luego se pegan entre sí.
Definitivamente algo está pasando, pero no sé qué. Igual lo que parecían setas normales procedían de la reserva del tío Luis “el Porretas”, o quizás que me he intoxicado con algo que comí.
(Nota mental, ¿las lechugas caducan? ¿Y la ginebra? Averiguarlo cuando tenga acceso a Internet).
Cierro esta entrada a las siete de la tarde del martes 6 de diciembre.
Tengo mucha hambre.