(II) La antesala de la transición

Ilustración de cabecera: Entierro de los abogados laboralistas asesinados en Atocha en 1977. Fuente: Alternativa Socialista.

En el capítulo anterior resaltaba la ausencia de revoluciones exitosas en España – ni industriales, ni políticas – a lo largo de los dos siglos que conformaron la Europa de los Estados-Nación. Dejé el artículo en el franquismo, de modo que tampoco tendría ahora mucho sentido hablar de la época dorada de la economía en Occidente, los años que transcurrieron desde la segunda guerra mundial hasta 1973. Le echaremos un rápido vistazo en un próximo artículo.

Para esta segunda parte, empezaré precisamente en ese año, en el que se inicia una devastadora crisis económica en todo el mundo, mientras en España se empieza a entrever que el franquismo podría no sobrevivir a Franco.

La consecuencia es que la revolución conservadora que se proyecta desde Gran Bretaña y EEUU – de la que hablaré en el siguiente post – nos pilla en el preciso momento en que estamos descubriendo qué es eso de la democracia, y alucinando con lo que nos habíamos perdido.

Estábamos, pues, distraídos, y quizás por esta razón no fuimos conscientes del cambio global en la concepción cultural de la política, de modo que, para cuando nos dimos cuenta, ya era tarde.

Antes de entrar en materia, planteo las preguntas que corresponden a este período: ¿en qué contexto sucedió la Transición? ¿Pudo ocurrir de otra forma?

Momentos previos a la Transición.

Desde que se inicia el llamado desarrollismo de los gobiernos tecnocráticos del franquismo, se intensifican las protestas obreras. No es un tópico, ni una exageración: mientras entre 1963 y 1967 las acciones colectivas de carácter político no superaban el 5% del total, a partir de 1967 tuvieron este carácter más del 45%[i].

Otro tanto ocurría en las universidades públicas españolas, en el que los incidentes – huelgas estudiantiles, cierre de universidades, represión del alumnado, profesores expulsados de sus cátedras – ocurrían cada vez con mayor frecuencia[ii].

Demostración sindical y homenaje a la mujer trabajadora (1975). Fuente: https://youtu.be/x_Sw7T11LoY

Ni siquiera la Iglesia Católica se mantuvo a salvo de esta erosión, empezando a escucharse voces procedentes de los llamados curas rojos[iv], para los cuales llegó a crearse una cárcel concordatoria ad hoc en Zamora. Sin olvidar ese garbanzo en el aparato nacional-católico que fue el Cardenal Tarancón.

En cuanto a estructuras como la Organización Sindical Española (OSE), el sindicato de corte fascista de obligada pertenencia para trabajadores y empresarios, sufrían la infiltración de militantes procedentes de los sindicatos prohibidos USO y CCOO, que carcomía poco a poco su estructura. Esto ocurría con el apoyo de un sector empresarial – posteriormente integrado en la CEOE[iii] – que entendía que el franquismo era una rémora para el libre desarrollo económico, y sobre todo impedía la convergencia con Europa.

Frente a estos movimientos, la respuesta de los gobiernos fue aumentar la represión[v].

Así llegamos a diciembre de 1973, cuando ETA asesina al presunto sucesor de Franco, el almirante Luis Carrero Blanco. Desde entonces todavía se producirían ejecuciones y represión sangrienta, pero por ahora creo que es tiempo de echar un vistazo a lo que ocurría muy lejos de aquí.

La guerra del Yom Kippur[vi] y sus consecuencias.

Los inicios de la cosa no parecen más que otro episodio de los enfrentamientos entre Israel y sus vecinos: durante la fiesta del Yom Kippur, el 6 de octubre de 1973, Siria y Egipto atacan los territorios ocupados por Israel en 1967. La guerra finaliza el 25 de octubre con la victoria de Israel.

Poco antes, en 1968, se había constituido la Liga de Países Árabes Exportadores de Petróleo (OPAEC). Esta organización decide disminuir su producción a razón de un 5% mensual. La consecuencia: el precio de referencia del barril de crudo se multiplicó casi por cuatro en unos pocos meses. El embargo se mantuvo hasta marzo de 1974, empeorando a partir de 1978 con la revolución iraní.

Apareció un nuevo fenómeno económico contra el que las doctrinas keynesianas, predominantes durante el período de bonanza anterior, no tenían solución desde la perspectiva monetaria: la estanflación. Una situación en la que la economía no crecía, pero existía inflación. Es decir: crece el paro, pero las autoridades reguladoras no pueden poner en marcha las máquinas de hacer billetes porque eso empeoraría la inflación, resultante de la subida del precio de la energía, y sus consecuencias sobre la economía real. Para ponernos en situación, ahora nos preocupamos cuando la inflación alcanza un 3%, pues bien: llegó al 25% en Gran Bretaña, por poner un ejemplo.

Los grandes consumidores de petróleo del mundo occidental doblaron la rodilla.

Fue el momento de oro para la escuela de economistas de Chicago, cuya estrella era a la sazón Milton Friedman y su coro de Chicago’s Boys. La solución que propusieron era bastante sencilla: una cantidad razonable de desempleo es algo perfectamente aceptable, por tanto, procedamos a restringir la oferta monetaria. Lo que hoy llamaríamos recortes, pero manteniendo niveles de inflación de dos dígitos, lo que empeoraba, y mucho, la demanda. Ellos lo llamaron NAIRU (non-accelerating inflation rate unemployment)[vii], y lo añadieron a la lista de recetas que cualquier economista respetable debería llevar en su maletín.

Resultado de imagen de milton friedman con pinochet 1975
Milton Friedman con el que fuera su partner en la época, Augusto Pinochet (1975). Araucaria de Chile.

Así empezó la era del predominio del Consenso de Washington, la receta económica para neocons y dictadores sin complejos.

¿En qué contexto sucedió la Transición?

Es en este escenario de crisis mundial en el que se vislumbra el final de Franco, y por ende – o eso esperábamos – el fin del franquismo. Vais a permitir que narre este capítulo en clave subjetiva.

Aún recuerdo claramente las emociones de la época.

La primera, el miedo. Nos levantábamos cada mañana con noticias que suponían una montaña rusa de emociones, pero el que predominaba era el temor a una nueva guerra civil. Visto desde la actualidad puede parecer exagerado, pero situaos en nuestro entorno. No sabíamos mucho de la Historia, porque el franquismo nos mostró sólo una cara, pero todos habíamos escuchado barbaridades de testigos de la época, incluidos nuestros familiares más directos. No teníamos apenas idea de qué ocurría en el día a día, porque tanto los periódicos, como la televisión – ambos medios totalmente controlados por el régimen – estaban sesgados, y no gozaban de ninguna credibilidad. El medio de información considerado más solvente eran los panfletos impresos con ciclostil y distribuidos clandestinamente.

Una inciso importante para jovenzuelos de menos de cincuenta años: excepto quienes tenían la suerte de salir al extranjero con una cierta frecuencia, y no eran demasiados, nadie tenía la menor idea de qué era eso de la democracia en la práctica. Porque en aquella época en la que la mayoría de vosotros no era ni siquiera un proyecto, no había Internet. Parece obvio, pero conviene tenerlo presente a la hora de analizar la época y el comportamiento de quienes éramos adultos legales, pero notablemente inmaduros en la cosa política.

También puede ser útil recordar, frente a quienes se presentan hoy como presos políticos, que la policía disparaba munición real, y los detenidos podían dar por garantizadas las torturas, cuando no la aplicación de la Ley de Fugas. Acudir a una manifestación podía conllevar no sólo el empleo y unos golpes, incluía el riesgo cierto de cárcel y torturas, y un serio riesgo de vida.

Permitidme que os explique cómo iba la cosa en las manifestaciones. Llegábamos al lugar del encuentro, alguien lanzaba las proclamas con un megáfono mientras volaban los panfletos, y cuando te descuidabas estabas rodeado por la Policía Armada – ¡como si hubiese alguna desarmada en España! -, los conocidos grises.

Esos policías no eran como los antidisturbios actuales, gente muy profesionalizada – es decir, profesionales de la violencia – sino gente vocacional, muy motivada. No estoy diciendo que las porras actuales no duelan, afirmo que allí no había ningún control sobre los medios utilizados para hacer daño. Incluso si se tomaba alguna foto, los desmanes policíacos no iban a salir en ningún medio, ni nadie les iba a reprochar nada. Su impunidad era total, y nos tenían muchas ganas.

Por poner un ejemplo, tras los sucesos de Vitoria en los que murieron cinco personas y fueron heridos de bala unas ciento cincuenta, el entonces Ministro del Interior acusó y consiguió condenar… al sindicato convocante. Y sí, lo de «La calle es mía» no es un chascarrillo. Lo dijo Fraga.

Hay una escena que todavía tengo en la retina, más de cuarenta años después: aún veo a varios grises rodeando en círculo a una pareja joven. Ambos están en el suelo, ella está embarazada de unos siete u ocho meses. Mientras unos cuantos números apalizan al hombre, un policía gordo está golpeando el vientre de la mujer con su porra. Es sólo una anécdota ilustradora.

Volviendo a la descripción, si no habíamos sido lo bastante listos para largarnos a tiempo, probablemente tendríamos que pasar entre los caballos de la policía, soportar los culatazos con el CETME, o recorrer los pasillos de porras.

Si habíamos salido bien librados hasta ahí, entonces venía lo más peligroso. Porque a los temidos Land-Rovers de color gris – ¡cómo no! – les seguían los coches y motocicletas particulares de los Guerrilleros de Cristo Rey, armados unos pocos con pistolas, si pertenecían al SOMATÉN, o con lo que habían pillado ese día. Éstos, además de ser vocacionales de la muerte, solían estar en mucha mejor forma que la policía.

Por tanto, es a base a leer entre líneas – habilidad ampliamente desarrollada por mi generación – y abrirnos de orejas cuando olíamos un rumor, que llegábamos a saber de un intento de golpe de estado llamado operación Galaxia, o que la policía había desalojado a tiros en Vitoria una iglesia repleta de manifestantes, o que habría en algún sitio una manifestación contra las ejecuciones sumarias porque Franco había decidido morir matando.

Película que recoge testimonios de la matanza de Vitoria. Merece la pena escuchar los comentarios de la policía por la radio, y el relato en primera persona de una joven en el minuto 1:47.

La otra emoción predominante era el alucine. ¿Tenéis idea de lo que suponía, tras toda una – relativamente corta, en mi caso – vida de auto-represión, saber que podríamos votar al partido que nos diese la gana? ¿Incluso poder pasear por la calle en grupos de más de tres individuos sin resultar sospechosos? Sin hablar de los carteles de las películas de destape.

Imaginad el estado de ánimo al acudir a nuestro primer mitin legal del PSOE (el PCE tardaría un poco más). Recuerdo la sensación de preocupación por no ver las clásicas furgonetas de los grises con casco – el uniforme de pegar y el de vigilar era el mismo – esperando para actuar. Porque si no las veías al entrar, te las podrías encontrar al salir corriendo, de modo que no ver a la policía era aún más peligroso por definición. El caso es que me pasé el tiempo mirando por encima del hombro.

Así, cuando el orador de turno mencionaba la República, la lucha de clases, o cualquier otra marxistada, sin querer encogías la cabeza pensando «Ahora sí. Vienen y nos muelen«. Pero no venían, ni en esa ocasión – y las siguientes – nos molieron a palos. La sensación era alucinante.

De modo que, pese al dejo amargo de saber que tipos como Fraga – y otros mucho peores – seguirían en el gobierno y no serían juzgados, cuando se nos convoca a referéndum para la Constitución, a mi entorno no le preocupaba la monarquía, ni la separación de poderes, ni mucho menos eso del estado de las autonomías – entre otras cosas, porque ni sabíamos de qué iba eso, no nos cabía en la cabeza -. Lo que queríamos era votar cuanto antes por si aquello quedaba en un sueño. Nuestro slogan podría haber sido: “Por Dios, la Patria, y el Rey, ¡votad antes de que se arrepientan!”.

Notaréis que no he mencionado apenas a ETA, y es que, tras el atentado a Carrero Blanco, hay que comprender que disfrutaba de credibilidad, e incluso de prestigio. Si ETA mataba a un policía y decía que era un torturador, nos lo creíamos. Si en un concierto rojeras se paseaba un tipo por el escenario con una ikurriña con el símbolo de ETA, aplaudíamos. Esta actitud cambiaría en los años 80, cuando se dio visibilidad a las dos corrientes – ETA Político-Militar, y ETA militar – y empezaron los atentados indiscriminados. Sólo entonces empezamos a comprender que los etarras no eran maquis con acento, sino terroristas puros y duros.

¿Pudo ocurrir de otra forma?

Desde luego, pero el éxito habría sido improbable, dado el contexto. Ni la población de a pie estaba preparada para saltar el abismo, ni los poderes del franquismo lo hubiesen permitido sin más derramamiento de sangre.

Porque no importa cuán corrompida estuviese la estructura social de la dictadura, ante cualquier posibilidad de triunfo de los rojos la mayoría de las instituciones se habría girado hacia la continuidad. Ni las organizaciones empresariales, ni la Iglesia, ni tampoco las fuerzas políticas demofranquistas – representadas por los siete magníficos de Alianza Popular -, ni mucho menos las fuerzas armadas, lo hubiesen aceptado sin lucha. Las opciones eran sencillamente ceder en mucho a cambio de una democracia liberal con buena fachada – lo que efectivamente ocurrió -, o un régimen autoritario con apariencia de democracia – véase lo ocurrido en Rusia -, o una lucha armada[viii] de final incierto.

Lo mismo opinaba entonces alguien tan poco sospechoso de cobardía, o de falto de información, como el dirigente del PCE Santiago Carrillo. En un mitin, cuando los asistentes descubren que no se permiten banderas republicanas, silban. Carrillo les responde:

«Los que silban no saben que no hay color morado que valga una nueva guerra civil entre los españoles».[ix]

Fue una época en la que podríamos habernos despedido cada noche con la frase del Gran Wyoming: “Mañana más, pero no mejor, porque es imposible”.


[i] (Barreda, 2008, pág. 26)

[ii] Para más información sobre los movimientos estudiantiles durante el franquismo, recomiendo consultar el artículo El Movimiento Estudiantil español durante el Franquismo 1965-1975. (Gómez Oliver, 2008)

[iii] Gómez y Cuadros citan este rol de la CEOE en la disolución del Sindicato Vertical, e incluso los posicionamientos en momentos críticos como el 23F. (Borge Bravo & Cuadros de Vilchez, 2008, pág. 40)

[iv] Existe abundante información periodística al respecto. Por ejemplo, este artículo del diario Público o este otro de El País.

[v] En ocasiones la represión adquiría tintes de humor negro. Me viene a la memoria un titular leído en un periódico del Movimiento durante mi adolescencia: “La policía dispara al aire para dispersar una manifestación ilegal. Fallecen unos trabajadores subidos a una valla”. Acompañaba al titular imágenes de la valla de un conocido parque, con el zócalo a menos de un metro de altura.

En cuanto a los sucesos de Vitoria, tras cinco obreros muertos y unos ciento cincuenta heridos, el Ministro del Interior Fraga Iribarne condenó… al sindicato convocante.

[vi] Publiqué en 2016 un artículo más extenso en este mismo blog: La guerra del Yom-Kippur (1973) y sus consecuencias: el consenso de Washington.

[vii] (Tello Aragay & Garay Tamajón, pág. 22).

[viii] Al hablar de lucha armada no me refiero estrictamente a una guerra civil, sino a una situación de violencia organizada, como ocurrió en la II República, durante el gobierno del Frente Popular.

[ix] Disponible en audio en la página de Voces de la Transición de VESPITO.NET


Trabajos citados

Barreda, M. (2008). El sistema polític espanyol en perspectiva històrica. Barcelona: UOC.

Borge Bravo, R., & Cuadros de Vilchez, D. (2008). L’organització d’interessos polítics. Barcelona: UOC.

Gómez Oliver, M. (2008). El Movimiento Estudiantil español durante el Franquismo (1965-1975). Revista crítica de Ciências Sociais, 93-110. Recuperado el 14 de septiembre de 2018, de https://journals.openedition.org/rccs/652

Tello Aragay, E., & Garay Tamajón, L. (s.f.). La Segona Globalització: de l’estagflació dels anys setanta a la Gran Recessió (1973-2012). Barcelona: UOC.

 

 

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